Carta de Carl Ludwig von Haller a S.M.C. Don Carlos X de Francia
El
contexto de este ensayo es la crisis constitucional de Francia en 1830, en la
que la Cámara de Diputados liberal tomó como rehenes al rey y a su ministerio
al bloquear el proceso político, empezando por su (in)famoso Discurso de los
221. Anteriormente, el autor original hizo un ensayo "Por qué fracasó la Restauración borbónica" sobre este tema.
A
diferencia de la mayoría de los monárquicos, que veían esto como una horrible
calamidad, Haller lo tomó como una oportunidad afortunada para que el rey
capitalizara y finalizara la contrarrevolución. Su valoración fue demasiado
optimista, pero lo que hace que este ensayo sea tan fascinante es que muestra
cómo Haller no sólo era un gran filósofo político, sino también un inteligente
economista y financiero. Hace propuestas para una amplia reforma administrativa
en Francia, desde el ejército hasta los impuestos, peajes y aranceles, pasando
por el restablecimiento de los inspectores de los gremios, la restauración de
las propiedades secularizadas de la Iglesia católica, la reducción de la
administración pública, etc. Los consejos que da son igual de inspiradores hoy
en día. Además, termina con una detallada tangente histórica de las
adquisiciones territoriales de la Casa de Francia, y de cómo los tratados de
paz y las alianzas no requerían la ratificación de los parlamentos
"Al
igual que sus adversarios, parecen representar a Francia como una sociedad o
una asociación propiamente dicha; luego afirman que toda sociedad se mantiene
sólo por las contribuciones de sus miembros, y concluyen que, tras el rechazo
de estas contribuciones, se disolvería necesariamente. Ahora bien, este razonamiento
basado en principios supuestamente filosóficos es falso, incluso diría que
revolucionario en todos los puntos; porque, en primer lugar, Francia no es una
sociedad o una comunidad, sino que es la agregación de una multitud de
individuos unidos por diversos vínculos directos o indirectos a un jefe común e
independiente; este jefe tampoco vive únicamente de los impuestos, y,
finalmente, la denegación de las subvenciones por parte de la cámara,
suponiendo que fuera seguida incluso por la de los contribuyentes, no
destronaría al rey, sino que sólo le obligaría a ahorrar más dinero y
atrincherarse, lo que golpearía a sus enemigos más que a sus amigos. Pero tal
es hoy el efecto del lenguaje revolucionario y de los hábitos contraídos desde
hace cuarenta años que, en este punto capital, como en muchos otros, los
monárquicos están, sin saberlo, de acuerdo con sus enemigos, pues ambos se
imaginan que la existencia del reino depende de la aceptación o del rechazo de
los impuestos, y que, por lo tanto, descansa sobre la frágil base del buen
gusto, del capricho y de las opiniones variables de algunos diputados...
También los diarios monárquicos se agotan en esfuerzos y amontonan las frases
más patéticas para evitar una desgracia que les parece tan espantosa. Conjuran
a los liberales, por su amor a la carta, al país y a la patria, que no lleven
las cosas a tal extremo; les ruegan, por así decirlo, de rodillas, que no
rechacen el presupuesto a un ministerio que, aunque suena mal para la
revolución, no se ha manifestado todavía por ningún acto hostil contra ella,
que se ha abstenido de dar golpes, que gobierna según la carta y las leyes
vigentes, que no ha hecho hasta ahora ni bien a los monárquicos ni mal a los
liberales.
En
una palabra, parecen pedir clemencia a la revolución e implorarle, al menos,
algún temperamento suave. Pintan el cuadro más sombrío de los supuestos
desastres que seguirían al rechazo del presupuesto. Para escucharlos, a partir
de ese momento ya no habría corona en el tesoro; la familia real estaría
mendigando, se declararía la bancarrota, el ejército se vería reducido a vivir
del saqueo y del pillaje, Francia en disolución; habríamos secado la fuente de
crédito, arruinado a los rentistas y a los empleados, paralizado la acción del
gobierno en el interior y en el exterior, incluso suspendido la vida del
Estado. No hace mucho un periódico monárquico entraba en detalles de otra
naturaleza y gritaba con dolor, que la negativa del presupuesto destruiría la
carta y transferiría todo el poder a la cámara de diputados, aunque al destruir
la carta destruiría con ello la cámara y su poder; que esta negativa
"privaría a Francia de canales", de carreteras, hospitales y
yeguadas, "como si las yeguadas se mantuvieran con impuestos y los
caballos no pudieran criarse sin el consentimiento de las cámaras";
condenaría a los barcos del rey a pudrirse en los puertos, "desheredaría
al pueblo de la educación y lo apartaría de los consuelos religiosos.
"¡Miedos
infantiles! ¡Descansad, vosotros que os llamáis monárquicos de Francia! Nada de
esto sucederá, e incluso os demostraremos que el rechazo de los impuestos
sería, por el contrario, el acontecimiento más favorable para la monarquía, un
final rápido y feliz, una liberación legal, para servirnos en la dirección
opuesta".
"En
efecto, los que en sus bravatas amenazan con rechazar los impuestos, en el
fondo se los negarían a sí mismos, y nadie sufriría menos que el rey, que por
el contrario sería más rico, más fuerte y más libre que antes. En primer lugar,
como ya hemos dicho, en cuanto no haya más impuestos no habrá más electores, ya
que nadie podrá estar sin pagar trescientos francos de contribución directa; en
consecuencia, no habrá ni fuero ni cámaras, y podemos decir que lejos de que el
rechazo de los impuestos pase todo el poder a manos de las cámaras, destruiría
incluso la posibilidad misma de las cámaras, pasando necesariamente todo el
poder a manos del rey. Nos veremos obligados a disolver la cámara actual, y
será imposible convocar otra, porque no habrá ni electores ni elegibles, y
pregunto quién quedaría entonces en el poder si no es el rey".
"Ahora
bien, o bien se considera la carta como una ley fundamental, aunque el reino
existiera antes de ella; o bien como un pacto con la nación, aunque nadie haya
estipulado sus cláusulas y sólo lo firmen el rey y su ministro; o bien, por
último, como una ordenanza y una concesión real, que de hecho lo es; sigue
formando un todo indivisible y que a nadie le está permitido aceptar una parte,
rechazar la otra, tomar las ventajas y dejar los cargos sólo al rey. La ley
deja de existir, el pacto se rompe, la concesión se revoca, siempre que una
parte, y especialmente la favorecida, rechace los artículos o haga imposible su
ejecución. Así, si por el rechazo de los impuestos las cámaras anulan la carta,
liberan legalmente al rey de todos los obstáculos que se impuso a sí mismo, de
todos los sacrificios que hizo por esta inmensa concesión, y a la que se
comprometió sólo con la condición de que sus súbditos hicieran a su vez
sacrificios similares, que pagaran sobre todo sus propias faltas y sufrieran
las consecuencias de una revolución que fue obra suya. El rey será el dueño de
derogar todas las leyes aprobadas por las cámaras que habrán dejado de existir,
y la mayoría de las cuales restringen su autoridad, aún más que no ha sido
restringida por la carta. ¡Ya no habrá lista civil! Tanto mejor, el rey volverá
a la posesión y al usufructo de todos sus dominios, de sus bosques, de sus
rentas y de sus derechos reales o regios; podrá destinar a los gastos de su
casa y a sus numerosos beneficios la parte de sus rentas que le plazca, y
dispondrá así, como propietario, de una suma igual e incluso superior a la que
ahora se le asigna bajo la apariencia de un apoyo humillante; una apariencia
que, tomada pronto por una realidad, bastaría por sí sola para matar la
monarquía. Que, si al rey se le niegan los subsidios necesarios para pagar las
deudas de la revolución y del imperio, se le liberará de ellas de pleno
derecho, puesto que no las ha hecho; se le autorizará a hacer borrar del libro
de cuentas al menos la mitad de la deuda pública; y si los acreedores se
resienten de ello, sólo podrán atacar a los liberales, que habrán rechazado los
medios para pagar la totalidad de las cargas.
Todas
las pensiones civiles y militares concedidas durante el interregno de 1792 a
1814, en particular las que están garantizadas por la carta a los oficiales y
soldados retirados, o a sus viudas, dejarán de ser imputables al rey, y para
obtener el pago estos pensionistas estarán autorizados a dirigirse a los
superiores a los que han servido, o a los que dicen representarlos, y a
entregarse solos por la nación, es decir a las sociedades secretas y liberales.
El ejército será reducido y sólo se compondrá de aquellos que se comprometan
voluntariamente al servicio del rey, que hayan sido o que prometan serle fieles
en todos los encuentros; y garantizamos que este ejército será todavía lo
suficientemente fuerte, ya sea para comprimir a sus enemigos desde dentro o
para ganarse el respeto del nombre del rey en el exterior, y que no le faltará
una buena paga ni una existencia honorable. Muchos tratados civiles
experimentarán una supresión o una considerable disminución, pues no será
difícil establecer en Francia una administración menos costosa y que se
aproxime a la antigua. Se acabaron los hoteles fastuosos para tantos
directores, el mobiliario, la calefacción, la iluminación y la lavandería a
cargo del rey, un lujo inaudito en otras monarquías. Salvo uno o dos, los demás
ministros y sus primeros empleados se alojarán en sus propias casas, como en
Inglaterra y en otras partes, y para trabajar irán a sus oficinas, que pueden
establecerse todas en el Louvre, destino que sería también mucho más adecuado
que convertirlo en una sala de mercado para los mercaderes, como si los
productos de su industria no estuvieran suficientemente expuestos en otra
parte. Un intendente bastará para administrar cuatro o cinco departamentos
unidos en una sola provincia; los negocios serán también menos numerosos, y
asegurando a estos funcionarios del rey la estabilidad de sus plazas, y por
consiguiente un cierto honor en el mundo, se contentarán también con un salario
menor. Además, por regla general, los empleados de toda clase sólo serán
asalariados por las funciones que se relacionen con los asuntos del rey; pero
cualquier servicio que presten a los particulares se les pagará como en el
pasado, mediante emolumentos u honorarios de servicio; pues ciertamente, si los
ciudadanos no quieren contribuir con nada, el rey no está obligado a hacer
todos sus negocios gratis; es mucho más justo y sencillo que cada uno pague por
el servicio o favor que pida y cuando lo reciba".
"En
particular, todas esas ayudas, esos beneficios y esas numerosas sinecuras que
la revolución creó para los hombres de letras, con el pretexto de fomentar las
ciencias y las artes, pero que no benefician ni a unas ni a otras, y sólo
sirven para alimentar la mediocridad, para engendrar una raza presuntuosa de
escritores superficiales, para alentar a los difamadores o para comprar su
silencio. Las propias academias son un vano desfile, una superficialidad
inútil, y sin embargo estas escrituras de cesión no son redactadas por los
empleados del rey, sino que son redactadas por los notarios a los que hay que
seguir pagando aparte. En cambio, los innumerables cambios de rentas en las
fincas, que también son propiedad, y además libres de toda contribución, no
cuestan un céntimo. El Estado se encarga de atender y redactar gratuitamente
todas estas escrituras de compraventa, y para ello gasta enormes sumas en
edificios, gastos de oficina, sueldos de empleados, modelos de traspaso,
novedades, certificados de inscripción y registro del libro mayor. ¿Es esta
igualdad ante la ley, es un privilegio tan prodigioso realmente conforme a la
carta e incluso a la justicia? Que tomemos entonces, no digo el cuatro por
ciento, sino sólo un medio o un cuarto por ciento por cada transferencia de
anualidades, y tendrán ustedes una renta que, en el primer caso, será de 72, y
en el segundo de 36 millones; renta que no será un impuesto, sino una justa
indemnización, una ligera remuneración por un servicio solicitado y obtenido.
Lloraremos durante ocho días, y después no hablaremos más del tema. Sería vano
decir que la inconcebible facilidad actual es necesaria para sostener el
crédito. Es una pura falacia inventada por los corredores de bolsa que hicieron
la ley; el crédito o la confianza se adquiere por la fidelidad en el
cumplimiento de los compromisos, por la moralidad y la solvencia conocidas del
deudor, y no por una generosidad mal entendida, digamos mejor, por el engaño de
seguir pagando todos los actos por los que los particulares consideren oportuno
ceder o transferir sus títulos de crédito. Por el contrario, sólo un deudor avergonzado
o insolvente podría imponerse semejante carga, para que no se le pida el
reembolso; peligro que no hay que temer aquí, ya que son los acreedores los que
temen el reembolso y nunca pueden exigirlo".
"Aparte
de estos ahorros, habrá otros recursos para sustituir, al menos en parte, el
producto de los impuestos eliminados. Si las cámaras rechazan la contribución
territorial, habrán autorizado con ello el restablecimiento de los diezmos,
censos y derechos feudales, de los que el impuesto territorial es la justa
compensación, y no habrá nada que reclamar, porque esos cánones territoriales
eran deudas y no impuestos; quién sabe incluso si la mayoría de los
contribuyentes no los preferirían a las contribuciones actuales. Las cámaras ya
no quieren votar subvenciones para el mantenimiento del clero católico, aunque
el salario que recibe es una ligera indemnización que le está garantizada por
un tratado público. ¡Todo a su tiempo! Aceptamos el principio de que cada
sociedad religiosa debe pagar por sí misma los gastos de su culto; pero también
debemos dejar o devolver a cada uno lo que le pertenece. Así, el clero católico
dejará de ser asalariado, pero las Cámaras tendrán por esa misma autorización
que devolver sus bienes, lo que supondrá para el tesoro real un ahorro anual de
treinta y cinco millones. Los protestantes tampoco recibirán ya ningún trato,
pues no se les ha quitado nada; no fueron despojados por la revolución, siguen
disfrutando de lo que antes poseían, por lo que no pueden reclamar nada al
Estado; otro ahorro de unos tres millones".
Las
patentes son una remuneración, o si se quiere un impuesto por el disfrute de un
privilegio, porque nadie puede ejercer una industria sin tomar una licencia;
las pagamos además, no por la fortuna de uno, como exige la carta, sino por su
profesión, sea cual sea la fortuna del concesionario, además, por su beneficio.
Así pues, si las cámaras no quieren ya consentirlo, restableceremos las
maestrías y los jurados [inspectores del gremio] cuyas patentes son la
compensación: el público estará mejor servido, el orden y la moralidad
renacerán entre los industriales y para asegurar el disfrute de una ventaja tan
exclusiva, estas corporaciones ofrecerán quizá al rey una suma anual que se
acercará mucho al producto de las patentes." "Por último, si se
suprimen las aduanas y se suprimen los derechos sobre las mercancías
extranjeras, porque se consideran impuestos, nadie podrá impedir que el rey
establezca, como en el pasado, y como en cualquier otro país, peajes por el uso
de los caminos y puentes, peajes que se referirán no a la calidad sino a la
cantidad de mercancías, de ganado o de caballos de tiro. Se trata de un derecho
privado del que también gozan los particulares, es la renta legítima de un
capital desembolsado, dado que el rey no está más obligado que cualquier otro a
construir y mantener gratuitamente los caminos y puentes. Es de apostar que la
recaudación de estos peajes quizás igualaría e incluso superaría la de las
aduanas. Así pues, no habrá más fraudes, ni registros, ni molestias repulsivas
y costosas. Los numerosos hombres de las clases bajas, especialmente los
habitantes de las fronteras, hoy obstaculizados de mil maneras en sus medios de
existencia, bendecirán el nombre del rey, porque en la extensión de un comercio
libre encontrarán una infinidad de recursos honorables, independientes y
seguros; una obra por la que se formarían cuerpos fuertes y almas vigorosas; el
rey se ganará también el afecto de todos los pueblos vecinos, de los
extranjeros en el extranjero, más que nunca en Francia, que será entonces el
país más hospitalario de Europa; los propietarios de sus tierras venderán mejor
sus productos, los consumidores franceses experimentarán un notable alivio y un
aumento de la facilidad, porque ya no pagarán impuestos a los industriales
privilegiados".
"El
primer rey de la raza borbónica, Hugo/Hugues Capeto, ¿no llegó a ser rey, es decir
independiente y jefe de otros vasallos, por la preponderancia que le dieron sus
inmensos dominios? Y cuando sus sucesores adquirieron el Berry por compra, el
Languedoc y la Borgoña por herencia, la Champaña y la Bretaña por matrimonio,
el Delfinado, la Provenza, el Anjou y el Maine por donación, varias otras
provincias por confiscación a causa de la felonía, otras finalmente por
conquista y por tratados de cesión; cuando estos diversos títulos sucedieron a
los derechos y rentas de los antiguos señores de estas provincias: ¿se cree que
este aumento de fortuna consistía sólo en subsidios o contribuciones, que no
existían ni siquiera en aquella época, y no en posesiones territoriales y
rentas señoriales? ¿No sabemos que antes de Philippe-le-Bel/Felipe IV el Bello no había ni
impuestos ni subsidios en Francia, y que hasta 1789 la mayor parte de las
rentas reales consistía todavía en dominios y derechos de soberanía, es decir,
en establecimientos productivos que el rey es dueño de formar, ¿ya que no
obliga a nadie a utilizarlos?"
"Es,
pues, en esta calidad, en virtud de su libertad personal y no en virtud de una
delegación del pueblo, que los reyes de Francia, así como otros soberanos, han
hecho siempre tratados de paz, de alianza y de comercio, sin que a nadie se le
haya ocurrido impugnar esta facultad; sin que ningún órgano del Estado se haya
arrogado el derecho de examinar estos tratados, de discutir sus condiciones, de
aprobarlos o de rechazarlos, con el pretexto de que infringen una ley anterior
o de que contienen una disposición fiscal y dan lugar a un gasto no permitido
legalmente. En vano pretendemos desenterrar de la historia un pequeño número de
ejemplos mal concebidos en sentido contrario, y dar así la violación arbitraria
o forzada de la norma por la norma misma.
Estos
ejemplos sólo se extraen de épocas de anarquía, de debilidad, incluso de
cautiverio de los reyes, o fueron una excepción formalmente concedida por el
rey y que aún confirma la regla. La paz de Brétigny, en 1360, que cedió la
Guyena, el Poitou, el Angoumois, Calais y Ponthieu, se había hecho bajo el
débil rey Jean/Juan II, que murió prisionero en Inglaterra, y no es de extrañar que los
grandes del reino, en tales circunstancias, se opusieran a la ejecución de un
tratado tan desastroso, no porque tuvieran el derecho, sino porque tenían la
fuerza. En cuanto al Tratado de Madrid, en 1526, todo el mundo sabe que el
propio Francisco/Francois I había provocado la resiliencia de los Estados de Borgoña, y
se alegró de encontrar un pretexto para anular lo que sólo había firmado contra
la corte durante su cautiverio en Madrid. Los parlamentos y los estados de las
demás provincias no se inmiscuyeron en ello. Por último, si Inglaterra exigió
en 1713 que la Paz de Utrecht se registrara en el parlamento, porque creía que
así se aseguraban mejor las ventajas que había obtenido en ella, este ejemplo
demuestra además que, sin esta convención formal, la formalidad de un registro no
era habitual. Pero ninguno de los numerosos tratados, tanto anteriores como
posteriores, ha sido examinado, discutido, aprobado o rechazado, ni por los
parlamentos, ni por los estados generales o provinciales.
No se
ocuparon de la paz de Arras en 1435, que cedió Borgoña; ni de la de Senlis en
1493, que dejó al archiduque Felipe, Borgoña, Artois y Charolais; ni de la de
Cambray en 1529, que renunció a Artois y Flandes, para recuperar Borgoña; ni de
la de Cateau-Cambresis en 1559; ni de los diferentes tratados de paz con los
hugonotes de Francia, que sin embargo también derogaron leyes anteriores y
tocaron muy de cerca los intereses generales de la nación; ni discutieron ni
sancionaron la paz de Vervins en 1595, que cedió el Charolais a España; ni la
paz de Munster en 1648; ni la de los Pirineos en 1657; ni la de Aix-la-Chapelle
en 1668; ni la de Nimega en 1678; ni la de Ryswik en 1697; ni la de Rastadt y
Baden en 1714; ni la segunda paz de Aix-la-Chapelle en 1748; ni el pacto
familiar con España en 1761; ni la paz de París de 1763, por muy cara que fuera
para Francia; ni las numerosas alianzas y capitulaciones con los suizos,
renovadas de nuevo en 1777; ni la paz de Versalles de 1783; ni el tratado
comercial celebrado con Inglaterra en 1786, ni tantos otros convenios de todo
tipo. Si, en fin, algunos tratados concluidos y ratificados han sido
comunicados a los parlamentos, fue para darles conocimiento oficial de ellos,
para registrarlos y hacerlos observar como las demás leyes, en los casos que
pudieran presentarse, pero no para reconocerles el derecho de discutir las
condiciones, de aprobarlos o rechazarlos y de suspender su ejecución hasta
después de este asentimiento. Es, pues, indiscutible que, a lo largo del
antiguo régimen, los reyes de Francia utilizaron por sí solos y sin restricción
alguna el derecho de hacer tratados de paz, alianza y comercio, fueran o no
contrarios a las leyes anteriores.
La
carta de 1814 no estableció, pues, un gobierno representativo, ya que esta
palabra no se encuentra en ninguna parte; es una expresión viciosa, introducida
sólo por los hábitos de la revolución, y que debería ser prohibida en el
lenguaje oficial, ya que significa, en el sentido del sistema revolucionario,
que el pueblo, que se pretende soberano, se gobierna por sus representantes;
principio subversivo y diametralmente opuesto tanto a los hechos como al
espíritu de la carta y a la intención de su autor. En todos los tiempos y en
todos los países ha habido en torno a los tronos, cámaras, estamentos u otras
asambleas más o menos influyentes, que votaban las subvenciones o deliberaban
sobre las propuestas del príncipe, sin haber oído hablar por ello del gobierno
representativo. En la propia Francia y según la carta, las cámaras, lejos de
ser el gobierno, son sólo asambleas instituidas por el rey e investidas por él
solo con el derecho de iluminarle con sus consejos o de deliberar sobre sus
propuestas; están compuestas por pares nombrados libremente por el rey, o por
diputados designados por los colegios de departamentos, y que a su vez siguen
siendo instituidos por el rey; En consecuencia, no son los representantes de la
nación, y el rey mismo no lo es, ya que este título supondría también que es su
funcionario o agente; pero, por el contrario, es el padre común, el príncipe,
el señor natural; dentro de los límites de su derecho gobierna en virtud de su
autoridad personal, y no como representante de otro.
Tampoco
la carta es un contrato o un pacto social, aunque los propios ministros lo
hayan llamado así desde lo alto de la tribuna; porque nadie lo pidió, nadie
negoció ni estipuló las condiciones; nadie ha tenido, para ello, el poder pleno
ni de la nación ni de ningún órgano del Estado; no hay dos partes contratantes
en la carta; no se encuentra en ella otra firma que la del rey y su ministro;
finalmente no fue discutida y libremente aceptada, sino recibida y registrada,
y si le debemos obediencia y sumisión, es sólo por respeto a la autoridad del
rey.
Incluso
en el caso de que por una capitulación dura un rey ceda una provincia, en el
fondo sólo renuncia a los derechos, bienes y rentas que allí poseía, y no a los
derechos de los particulares que, por regla general, y al menos según los
antiguos principios del derecho público, no experimentaban ninguna alteración
en sus derechos privados; Sólo declara a los habitantes del país que a partir
de ese momento no puede protegerlos; los libera de los compromisos que tenían
con él y los deja libres, ya sea para contratar con el nuevo amo, o para
abandonar su territorio y así procurarse su propia seguridad."
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