Italia Addio: un preambulo contrahistórico del «Risorgimento» italiano (parte I)
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Antes que nada, reiteramos como en la última ocasión nuestros más
profundos agradecimientos a Nigel Carlsbad. Sus investigaciones históricas las
consideramos demasiado útiles y siempre es bienvenida su amabilidad para
permitir traducir su material original.
Además de ello, queremos agradecer a nuestro estimado profesor y
correligionario Gianandrea de Antonellis por sus comentaros al texto, los
cuales, reproduciremos a continuación:
A pesar
de ser un trabajo sólido, hay ciertas observaciones semánticas y contextuales
que debemos de anotar para el lector:
- El término neoborbónico (neoborbonici) es históricamente errado en este contexto, refiriéndose a regionalistas con medio o poco acercamiento a legitimismo de sus dinastías usurpadas usaremos por lo tanto los apelativos de siciliano, napolitano, parmesano y modenés como se adecúe al texto.
- Llamar a Mazzini «vanguardia revolucionaria» es una generosidad autoral, considerando que era directamente un terrorista a diferencia de sucesores que se inspirarían en él (dígase Lenin, por ejemplo).
- La fortaleza de Fenestrolle es realmente Fenestrelle. Será corregido.
- El poco espacio dado al príncipe de Canosa, político de mucha mayor talla que su homólogo saboyardo el Conde Clemente Solaro della Margarita, asumimos que por la poca información de este más allá del italiano. Informando además que sus obras recientemente fueron publicadas por nuestros correligionarios.
A pesar de que la mayoría de las
investigaciones serias han comprobado que el período del Risorgimento ha sido
mitificado, es decir, que la realidad histórica es muy diferente de la
hagiográfica que se enseña en la escuela, a nivel popular (enseñanza básica,
rúbricas de calles y plazas, permanencia de monumentos, etc.) el llamado
Risorgimento (pero sería más correcto llamarlo Revolución Italiana) sigue
siendo un mito inexpugnable.
A lo largo de unos dos siglos, la
aureola creada por la historiografía servil y la propaganda interesada ha
servido para fines que han ido mucho más allá de la unificación política
forzada y la agitación del orden social y político de la Bota.
En el siglo XIX, permitió los robos de
la consorteria en la Nápoles conquistada (y ciertamente no liberada)
(véase la novela anónima Ernesto il disincantato, 1874) y permitió carreras
injustificadas en la burocracia y el ejército en toda la península (véanse las
novelas I vecchi e i giovani, de Luigi Pirandello, y L'inghippo, de Carlo
Alianello), siendo suficiente la licencia de mártir del Risorgimento
para obtener puestos o ascensos. Así lo confiesa un hombre del Risorgimento,
Ferdinando Petruccelli della Gattina, que en su obra I moribondi del Palazzo Carignano
(1862) describe así al relicto Carlo Poerio —uno de los principales
exiliados napolitanos que atacaron el Reino de las Dos Sicilias desde el
Piamonte— que se convirtió en un diputado intocable:
«Poerio es una reliquia. Está colocado
en las mesas ministeriales, como un objeto de curiosidad egipcia y de apetito
bien conservado —porque la poca fuerza que le queda a este gran mártir se
concentra en sus mandíbulas, poderosas mandíbulas, que, cuando no están
masticando, trabajan un poco el brebaje de Achillini, para presentarlo a una
dama. En cuanto al cerebro, Poerio lo quiere más a la salsa blanca que a la
cabeza. La culpa, sin duda, de ese villano rey Borbón, que congeló a este
hombre de Plutarco en las mazmorras de Montesarchio— o de ese bromista de
Gladstone, que creó a este gran hombre para el uso de John Bull, como Caracalla
creó la consola para su caballo».
La mitología del Risorgimento también
tuvo éxito en el siglo XX: el movimiento fascista italiano se presentó como el segundo
Risorgimento y lo mismo hicieron los rojos. Durante la Cruzada del
36, el nombre de Garibaldi fue utilizado por un batallón de la 12ª Brigada
Internacional, mientras que en la llamada resistencia hicieron lo mismo
las formaciones partisanas controladas por el Partido Comunista Italiano (las
Brigadas Garibaldi); inmediatamente después de la guerra, el rostro barbado del
supuesto Héroe de los Dos Mundos fue utilizado en el escudo del Frente
Democrático Popular, la formación que unió al PCI y al PSI en las elecciones de
1948.
«Hablar mal de Garibaldi» se ha
convertido en un refrán (atestiguado por el diccionario Hoepli) que significa: «"Hablar
mal o decir verdades desagradables sobre cosas que pueden ofender a personas,
instituciones, ideas o conceptos unánimemente considerados sagrados e
intocables».
Y sagrados e intocables son todos los héroes
del Risorgimento, empezando por la trimurti Mazzini-Garibaldi-Cavour, que unió
a tres personajes ideológicamente opuestos y adversarios irreconciliables,
haciendo pasar por amigos fraternales a un ideólogo republicano inclinado al
terrorismo, a un aventurero ya pirata y corsario sin formación ideológica y a
un político muy astuto y maquiavélico, dispuesto a aprovechar las oportunidades
y a explotar (y finalmente sacrificar) a los aliados del momento.
Mientras tanto, los autodenominados neoburbonistas (que, conviene precisar, son más interesados en el
folclorismo y no tradicionalistas, como ellos mismos afirman objetivamente),
han sido contrarrestados en la última década por los pro-regimentalistas o neo-sabaudíes,
a menudo democráticos y antimonárquicos, radical-chic y progresista (por no
decir neojacobina), que defiende todo lo relacionado con la revolución
italiana, de la antigua cortesana y ahora santa laica Eleonora Pimentel
Fonseca (no hay que rasgarse las vestiduras por el adjetivo utilizado: basta
con leer los poemas y las hagiografías de Fernando y Carolina que escribió
cuando era, efectivamente, su cortesana) al criminal de guerra Enrico Cialdini,
que de haber estado en el bando de los vencidos habría sido sometido a su
propio juicio de Nuremberg personal, pero que al haberse pasado al del
vencedor puede seguir ostentando su propio busto en la Cámara de Comercio de
Nápoles...
En definitiva, el Risorgimento sigue siendo
una bandera ganadora. Volviendo a la política, incluso el partido que salió
victorioso en las últimas elecciones generales italianas, hizo una elección en
2012 (¡el año después de las celebraciones por la Unificación de Italia! ) hizo
una elección que evidentemente ha merecido la pena: la de tomar el nombre del
verso inicial del himno nacional italiano, que se remonta al Risorgimento,
escrito por un director de orquesta desconocido como Michele Novaro (1818-1885)
sobre los mediocres versos de un maestro de poesía como Goffredo Mameli
(1827-1849), cuya temprana muerte impidió más travesuras literarias.
Y a este respecto, cabe señalar cómo, en
una tierra de poetas y músicos, adoptar como himno nacional no una composición
de Verdi o Puccini, sino la de un modesto músico, es indicativo de la mitología
que rodea al Risorgimento y ahoga la investigación histórica sólida, de la que,
afortunadamente, escapa el estudio de Nigel Carlsbad.
Gianandrea de Antonellis
Puntualizando esto, presentamos la traducción del artículo de Carlsbad:
Italia Addio: un preámbulo contrahistórico del «Risorgimento»
italiano
La mayor virtud moral de nuestros días es «amplificar las voces
marginadas». En consecuencia, quiero compartir la historia de los legitimistas
italianos: Los legitimistas parmesanos y sicilianos, los filoestenses modeneses
(leales a la Casa de Habsburgo-Este), los legitimistas austro-lombardos, los
conservadores saboyanos que renunciaron a la falsa causa de la «unidad de
Italia» para conservar su propia condición de Estado y, por supuesto, aquellos
valientes católicos intransigentes defensores del poder temporal del Papa.
El Risorgimento italiano es un período fascinante de estudiar, ya
que es el ejemplo más inequívoco de cómo:
I.
La causa de la unificación
nacional fue en realidad la primera revolución de colores.
II. Dicha causa sirvió para extinguir los últimos restos del antiguo
régimen que no sólo reconfiguraría irrevocablemente la política mundial, sino
que redujo efectivamente a la derecha política a un estado de impotencia y
mediocridad sin fin, desvinculada del legado que le fue arrebatado.
III. Que no existió un liberalismo clásico bueno y noble que fue
secuestrado, sino que desde el principio la ideología del liberalismo fue una
ideología centralizadora y totalitaria que empleó una brutal represión policial
de los leales a sus soberanos depuestos en los ducados de los Apeninos, y que
en el sur italiano alcanzó proporciones más horribles que equivalen a un pogromo
étnico que incluyó condiciones similares a las de los campos de concentración
en el Fuerte de Fenestrelle y planes de colonias penales en Argentina y Túnez,
todo ello anterior a las guerras anglo-bóer.
IV. La causa de la unidad nacional era una ideología de élite
esencialmente liberal y masónica que condujo a despiadadas guerras de agresión
y al desmembramiento de estados y culturas centenarias, y provocó un
empobrecimiento económico que estimuló la emigración masiva, todo ello con
repercusiones duraderas.
En el primer capítulo haré un resumen de los orígenes ideológicos y la ejecución práctica del Risorgimento, en el segundo hablaré de los héroes anónimos que trataron de impedirlo, y en el tercero hablaré del estado atrasado, mal gobernado y contencioso que creó, el llamado Reino de Italia.
La temprana Italia moderna (en el sentido geográfico) se puede
fechar su nacimiento en con la Paz de Cateau-Cambrésis en 1559, que pone fin a
las Guerras Italianas y, sobre todo, establece la hegemonía española sobre
Nápoles, Sicilia y Milán. Este periodo ha sido muy castigado por la
historiografía tradicional italiana como una época de dominación extranjera y
de atraso, pero esta imagen no puede sostenerse de forma creíble. Una colección
de ensayos publicada en 2006 como Spain in Italy: Politics, Society, and
Religion 1500-1700 (en nuestro lado recomendamos Nápoles Hispánico,
del excelso Elías de Tejada) disipa el sombrío panorama y recontextualiza este
largo y agitado periodo. Los italianos no fueron objeto de ninguna campaña de
asimilación étnica forzada, sirvieron en el Consejo Español de Italia y se
enriquecieron con los lucrativos instrumentos financieros ofrecidos por los
financieros del Estado:
«Los arrendamenti
(granjas fiscales) pueden servir de ejemplo. Este sistema se desarrolló y
extendió como tentáculos por Nápoles y Sicilia a principios de la Edad Moderna.
Los estados italianos lo adoptaron con presteza cuando la monarquía o las
ciudades se lo solicitaron directamente, garantizando el pago de los intereses
con los ingresos procedentes de los impuestos y las gabelas. En Nápoles, en la
segunda mitad del siglo XVI, los tipos de interés de este tipo de contratos
eran notablemente elevados, alcanzando el 7, el 8 e incluso el 9 por ciento.
Las finanzas del reino eran sólidas y los pagos de las rentas se realizaban con
prontitud. Durante los años que van de 1580 a 1585, se podría hablar incluso de
una edad de oro de las granjas fiscales. El proceso era sencillo, la
inversión era totalmente fraccionable, por lo que se adaptaba fácilmente al
capital disponible del inversor; las nuevas emisiones eran frecuentes y el
sistema funcionaba eficientemente, siempre que se dispusiera de capital
líquido. Estos fondos florecieron porque surgieron en un periodo de prosperidad
general (o al menos relativa). Esa misma prosperidad hizo que la fiscalidad
fuera más aceptable, ya que los tipos impositivos no habían alcanzado los
niveles insoportables del siglo XVII. A mayor escala, también facilitó el pago
de impuestos por parte de las distintas poblaciones. La monarquía recaudaba los
fondos que necesitaba, trasladando el pago de los intereses a sus súbditos
mediante impuestos directos e indirectos. En una coyuntura económica favorable,
cuando este sistema se utilizaba para responder a necesidades excepcionales,
podía permanecer totalmente seguro y resultaba muy útil. Si la Monarquía o las
ciudades llegaban a un punto en el que no podían hacer frente al pago de los
intereses ni a la recompra de las acciones, aún podían abandonar las garantías
a los accionistas. Esto es lo que ocurrió en el Reino de Nápoles después de la
Revuelta de 1647, cuando se privatizaron ciertos impuestos sobre productos básicos.
Aunque la compra de acciones en un arrendamiento era
una buena inversión en la segunda mitad del siglo XVI y los primeros años del
siglo XVII, lo cierto es que también era una forma de apoyar a la monarquía. El
apoyo político en esta forma se solicitaba, por ejemplo, entre los miembros de
la nobleza titulada, las comunidades religiosas, los financieros genoveses, las
organizaciones de caridad y los ministros. El acceso a las distintas gabelas se
les facilitaba ampliamente, y eran muy conscientes de beneficiarse de una
determinada forma de favor. Aprovechar las finanzas y las fluctuaciones
monetarias era difícil para cualquiera que no fuera comerciante o banquero. El
hecho de que el capital en cuestión procediera en parte de la monarquía (dado
que los ministros también reinvertían sus estipendios y emolumentos) facilitaba
la paciencia en los pagos atrasados. Así, los oficiales italianos financiaron a
su soberano de buen grado, al tiempo que creaban vínculos sólidos y duraderos
con él. Compraron contratos de renta —muchos de ellos— a medida que salían al
mercado nuevas emisiones. Durante las visitas generales, los ministros debían
presentar dos resúmenes de su patrimonio: uno, del estado actual de sus
finanzas; el otro, de sus finanzas antes de tomar posesión del cargo, todo ello
para asegurarse de que no se habían enriquecido excesivamente durante su
mandato. Los contratos de Gabelle ocupan un lugar destacado en ellos. Algunos
compraron cargos cuando estaban disponibles. Suelen ser puestos de secretaría
de bajo nivel o de oficinistas. Algunos ministros sacaron provecho de este
tráfico, gracias a todo un sistema de arrendamientos y acuerdos de gestión».
Pero eso es todo lo que diré al respecto. El movimiento moderno a
favor de la independencia de Italia y del nacionalismo territorial
unificado comienza en serio en la década de 1790, cuando Italia se ve
arrastrada por el aventurerismo militar revolucionario del charlatán corso
Napoleón B(u)onaparte. Es cierto que hombres como Maquiavelo y Guiccardini
lamentaron la injerencia extranjera en la península italiana e incluso
expresaron sentimientos proto-unionistas, pero el unificacionismo del
Risorgimento es un fenómeno característicamente jacobino.
El nacionalismo italiano coincidió con un cambio lingüístico crucial en los significados de nazione y patria, como documenta Alberto Banti en The Nation of the Risorgimento. La palabra patria, que más tarde se interpretó como patria en el sentido etnonacionalista, significaba en general el lugar de nacimiento de una persona, hasta el nivel de ciudad, pueblo o comuna. Incluso puede significar una comunidad jurídica, de modo que el amor a la patria es idéntico a la fidelidad a la ley; tal uso se observa en La vita civile (1729) del genovés Paolo Mattia Dora, publicada en Nápoles. Nazione en su sentido más antiguo, podía referirse a un linaje familiar (natio, en paralelo a gens), y más tarde a cualquier comunidad territorial o etnolingüística que no tuviera límites formales estrictos, por ejemplo, una nación veneciana, nación napolitana, etc. El concepto de nación italiana existía como unidad cultural y literaria, pero sin connotaciones de un Estado territorial unificado, sino que los patriotismos territoriales eran fuertes y estaban firmemente arraigados.
Italia y sus países en 1789, antes de la Revolución
En la década de 1790, como explica Banti:
«la
palabra nazione pasó a ocupar una posición central en la lógica de la
nueva constelación de conceptos, hasta el punto de subordinar todos, o casi
todos, los demás términos que pertenecían a ella. En relación con nazione,
estos otros términos pasaron a desempeñar al menos tres funciones específicas:
aclaraban, o daban significados más claros, a áreas particulares del campo
semántico al que se refería el término central (como se ve, por ejemplo, en las
frases stato nazionale, assemblea nazionale, guardia nazionale
y volontà, sovranità, o indipendenza della nazione (voluntad,
soberanía, o independencia de la nación), o en la conexión entre
ciudadanía y nacionalidad, que ahora se definía); funcionaban como sinónimos
(como era el caso del término popolo (pueblo); o describían el sistema
de relaciones que debían mantener los miembros de la nación con las
instituciones que se suponía que expresaban su esencia. Esta tercera función la
cumplía la palabra patria en particular: ahora, incluso más que antes,
se utilizaba en expresiones sobre relaciones como "amore per la
patria", "fedeltà alla patria" y "tradimento della
patria" ("amor a la patria", "lealtad a la patria" y
"traición a la patria"), y ahora, a diferencia de antes, estaba estructural
y permanentemente vinculada al término "nazione". Mientras que en el
periodo anterior "patria" se refería indistintamente a cualquier
sistema de gobierno regido por leyes justas, ahora se refería a un marco
constitucional concreto: el de una república dotada de instituciones
representativas. Así, como ha dicho Erasmo Leso, "el "patriottismo"
(y el "patriotismo") ya no se refería a un "amor a la
patria" general, sino a un "amor a la patria democrática y
republicana" específico, es decir, a la encarnación de los principios y
actitudes políticas de los patriotas».
Con esta insidiosa artimaña conceptual, un patriota pasó a
significar un hombre que quería anular las leyes e instituciones de su patria,
y la nación pasó a significar el Estado revolucionario. Los estados con
historias de siglos, costumbres únicas y lealtades dinásticas debían ser destruidos
para dar lugar a una república homogeneizada bajo un código civil, la
liquidación de todas las distinciones de estatus, la expropiación de las
posesiones eclesiásticas y nobiliarias, y un reinicio de la historia hacia el
estado hipotético de la igualdad natural primitiva.
Así, Giuseppe Mazzini, la vanguardia ideológica del
Risorgimento, podía implorar a sus lectores en 1834 que «El hecho es que estáis
divididos; que sois pueblos y no una nación; que tienen veintidós banderas,
veintidós intereses y veintidós voluntades, en lugar de una bandera, una
voluntad y un interés que los domina a todos y los reúne en una sola
preocupación de fuerza, progreso, seguridad, protección y dignidad. No tienen
un pacto nacional, producto de la voluntad de la nación, que represente el
pensamiento que pueda proveer el interés de la patria».
Un mero popolo en su estimación es un agregado sin centro,
una población reproductora y apenas más, por lo que todos estos pueblos debían
renunciar a su patrimonio e identidad para poder fusionarse en una verdadera
nación. Tal retórica presumía obviamente que las lealtades corporativas y
patrimoniales existentes en la Italia de los asentamientos posteriores al
Congreso de Viena, una especie de «nuevo Antiguo Régimen», eran usurpaciones
ilegítimas que debían ser anuladas. Uno recuerda la vieja distinción
legitimista francesa (más tarde nacionalista) entre pays réel (el país
real) y pays legal (el país legal/nominal), salvo que aquí se proponía
que los países de Italia, orgánicos, realmente existentes, debía ser sustituida
por un falso proyecto quimérico de construcción de una nación de mentalidad
liberal ex nihilo.
En cuanto al tipo de persona atraída por esta perspectiva, era lo
que hoy podríamos llamar un fracasado. Hombres con antecedentes
familiares en la administración pública, el comercio y las profesiones
burguesas, sin grandes apuros económicos y, sin embargo, en un callejón sin
salida, ya sea por la sobreproducción de la élite o por su propia vanidad
personal de que debían ser misioneros de una gran causa masónica.
Contrariamente a las interpretaciones marxistas, no había ningún interés de
clase discernible en nada de esto. La autobiografía de un radical mazziniano, Giuseppe
Ricciardi, habla por sí misma, un hijo del privilegio convertido en
activista revolucionario:
«Como
efecto de nuestra mal orientada educación pública, el conocimiento de nuestros
asuntos se ha vinculado al poder y a la riqueza: los que se preocupan por el
conocimiento, en su mayoría, lo saben todo excepto lo que se supone que saben.
Criados en la lectura de libros ingleses y franceses, lo sabrán todo sobre las
industrias manufactureras de Birmingham y Manchester, pero no sobre las de
Arpino; te hablarán de la agricultura de Provenza y no sabrán nada de la de
Apulia. No hay uno solo de ellos que no sepa cómo se elige a un rey polaco o a
un emperador romano, pero muy pocos sabrán cómo se eligen los administradores
en uno de nuestros municipios; todos pueden decirte los grados de longitud y
latitud de Tahití; si les preguntas los de Nápoles, nadie podrá decírtelos.
Antaño, nuestro pueblo se preocupaba por estas cuestiones, y teníamos
escritores sobre estos temas antes de que las demás naciones de Europa hubieran
pensado en ellos. Hoy nadie se digna a ocuparse de ellos, ávidos como están de
gloria extranjera, casi como si fuera posible obtener mayor estima de otros
pueblos repitiéndoles mal lo que ellos mismos saben bien, que diciéndoles lo
que no saben ya. Pero, en cualquier caso, esos conocimientos son necesarios y,
para tenerlos, hay que recurrir a libros embrollados y poco elegantes escritos
hace dos siglos o apoyarse en quienes conocen a los hombres y su estado por
haber manejado los asuntos del reino y haber visto varias de nuestras regiones.
Por culpa de nuestro sistema educativo, los conocimientos que tenemos son
inútiles, y nos vemos obligados a mendigar información útil a otros».
De hecho, es en Nápoles donde se produciría gran parte del tumulto
unificacionista. La
Proclamación de Rímini de marzo de 1815, bajo el Reino de Nápoles ocupado
por el Mariscal Murat, fue uno de los primeros llamamientos inequívocos a la
unidad italiana: «La Providencia os llama finalmente a ser una nación
independiente. Desde los Alpes hasta el estrecho de Sicilia hay un solo grito:
¡La independencia de Italia!». La actividad de los carbonarios estaba muy
dominada por los antiguos oficiales del gobierno de Murat y por los nostálgicos
del régimen napoleónico.
El gobierno de Murat fue un saqueo continuo, y cualquier
intento de política eficaz fue vetado desde París con órdenes estrictas de
que se aplicara al máximo el Bloqueo Continental (fuente: Nápoles y
Napoleón de John A. Davis).
La masonería era una base de reclutamiento esencial para los
funcionarios de Murat:
«La
conexión masónica desempeñaba un papel central en las redes imperiales de
patrocinio, preferencia y reclutamiento, pero también era un medio para que los
administradores franceses identificaran a sus probables partidarios locales en
los territorios recién conquistados. Este fue ciertamente el caso de Nápoles, y
cuando en agosto de 1806 Joseph-Pierre Briot, por ejemplo, fue nombrado
Intendente de Abruzzo citerior, las principales familias de Chieti que
indicaron su apoyo al nuevo régimen eran todas relacionadas a la masonería.
Todos habían sido importantes en el movimiento reformista y habían apoyado a la
República, y muchos servirían al nuevo régimen en altos cargos. Entre ellos
estaban los principales terratenientes de la provincia, Pietro y Romualdo de
Sterlich, y el barón Antonio Nolli, que en 1788 había fundado la Sociedad Patriótica
local. Pietro de Sterlich había sido amigo de Gaetano Filangieri, y a su vez
sería Intendente de la cercana provincia de L'Aquila y más tarde de la Tierra
d'Otranto. Además de acercar al nuevo régimen a sus partidarios, la masonería
también incorporó a muchos antiguos jacobinos napolitanos a la nueva
administración. De nuevo, esto fue principalmente obra de Saliceti, como había
hecho antes en Génova y Córcega. Al elegir a hombres cuyas carreras estaban en
peligro por su pasado jacobino, creó una red de oficiales sobre cuyas carreras
tenía un control total. De ahí que Saliceti prefiriera a los napolitanos y a
los antiguos jacobinos, y que sus principales protegidos napolitanos — Pietro
Colletta, Vincenzo Cuoco, Matteo Galdi y Giuseppe Poerio— respondieran a esta
descripción: los reclutó a todos y todos sirvieron en algún momento como
intendentes».
Tal era su nostalgia.
Las memorias de Giovanni Venosta de 1847 a 1860, un patriota
que vivía en la Lombardía-Venecia entonces gobernada por los austriacos,
ofrecen una visión muy valiosa de las creencias y los modales de los
nacionalistas italianos. En 1847, Venosta asistía a los
salones revolucionarios organizados por Cesare Correnti, donde, según dice:
«les oí hablar de d'Azeglio, Guerrazzi, Giusti, Gioberti, Pellico, Berchet,
Balbo y Mazzini; y me apresuré a conseguir los libros de estos autores.
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